Aquí donde me ven

Soy hijo único (creo que eso pensaba mi madre de mí a pesar de mis 5 hermanos); padre hasta el final de mis días (intentaré que los hijos no lo noten); abuelo poeta, diseñador de proyectos de largo aliento. Mentor sempiterno, constructor de aprendizajes, incluído el de mí mismo.

Y lo demás que soy, está entre líneas (en mis textos).



Adiós, güerita*

La cuestión es que, para mí, era más placentero disfrutar de ella en mi imaginación que tenerla frente a frente. Soñarla mía y llenar mi pensamiento de su figura sin correr el riesgo de enfrentarla, me hacía sentir a salvo de cualquier situación comprometedora, y esto intensificaba mi vehemencia.
   Yo sabía que se llamaba Anita y que sus padres la habían puesto en ese colegio porque tenían más dinero que los míos; que era una niña juiciosa, que estudiaba el cuarto grado de primaria y que su salón de clases daba a la calle, justamente por donde yo podía verla y comunicarle todo mi amor, si en el intento no me estrellaba contra el gesto inquisidor de alguna monja, o erraba  la dirección de mi amoroso mensaje.
   Y no me hubiera hecho ilusiones. De no ser por Ramiro que, como había vivido menos con sus papás y más con su abuelita; y ésta no lo reprendía por nada, había aprendido las cosas primero que yo y se sentía con autoridad de aconsejar. Él fue quien me dijo que ya era tiempo de que tuviéramos novia. Y el argumento que utilizó fue convincente:
   -Somos hombres, ¿no?
   Antes de esto, mi carrera de conquistador había explorado ámbitos menos comprometedores. Recuerdo que Ramiro y yo tuvimos novias secretas que sólo nosotros identificábamos por las vocales que habían al principio y al final de sus nombres. La mía era A A porque se llamaba Ángela, y la de él J A porque se llamaba Josefa. Y como teníamos la facilidad de escoger y cambiarlas a voluntad, constantemente nos investíamos de esta prerrogativa y simplemente las cambiábamos. Total, ellas no se enteraban. Así fue como una tarde de ésas, animado por mis méritos y apoyado en la seguridad del anonimato, decreté que Anita fuera mi novia.
   A partir de entonces, no hubo día en que yo no dedicara mis mejores momentos de intimidad para pensar en ella; pues, viéndolo bien, era fácil amar y sentirse amado, considerando la poca probabilidad de un encuentro personal. Además, mis más rigurosas reflexiones me hacían concluir que las miradas y sonrisas, que en ella eran muy espontáneas, no iban dirigidas a otro sino a mí; y que bajo ese uniforme escolar que tanta diferencia establecía entre su condición y la mía, se albergaba un alma que ya me estaba adorando sin reservas.
  Todo esto hizo que en mi interior se fuera acumulando un deseo intenso de tener una oportunidad para hablarle a solas; que los discursos que yo había preparado y ensayado para tan señalada ocasión, los pudiera poner en práctica sin ningún contratiempo; y que ella, sin más ni más, dijera que sí quería ser mi novia, como tantas veces yo ya había resuelto.
   Pero la ocasión no llegó en el tiempo ni con la oportunidad deseada, sino mucho después y de manera sorpresiva. Fue una vez en que yo regresaba distraído de cumplir un mandado, dándole vueltas y vueltas a una canción como si la consigna fuera desgastarla. Reconozco que esto ocurrió en uno de los pocos momentos en que Anita no ocupaba mi pensamiento. Por eso, caminar por aquella banqueta larga y alta, levantar inconscientemente la cabeza y descubrir abruptamente a esa imagen adorada pero poco oportuna, fue para mí electrizante. Más, si se considera que la banqueta sólo permitía el paso a dos personas y, por lo mismo, eludir el encuentro era imposible. O tal vez no, pero había que dar vergonzosa marcha atrás y poner en entredicho el honor. La canción se me atragantó y definitivamente perdí la compostura.
   Con la cabeza zumbándome de la impresión y las ideas atropellándose entre sí, aquella banqueta, que en realidad no era muy larga, se me hizo inmensa. Me sentí indefenso ante la magnificencia de Anita, y al verla venir imponente desde el otro extremo de ese pasillo insalvable, tuve la más clara visión de lo que es el fin del mundo.
   Pero mi orgullo no iba a quedar menguado nada más porque sí. Ésta era la oportunidad no sólo de validar mi pretendida calidad de donjuán, sino de comprobar qué tan ciertas eran mis especulaciones tocante a la correspondencia de ella respecto a mis amores. Fue por eso que, animado por la ausencia de testigos y resignado por lo inexorable de la situación, dignificando el tono de mi voz y recomponiendo mis modales, justo cuando ella iba pasando a mi lado, le dije:
   -Adiós, güerita.
    No recuerdo si ella me contestó. Me parece que apenas sonrió y siguió su camino. Pero para mí este hecho fue formidable y quedó grabado para siempre en mi memoria como la más dulce experiencia vivida.
   Y ahora que de manera tranquila repaso este acontecimiento en mi soledad, puedo darme cuenta de que la intensidad del momento y lo sorpresivo del hecho me hicieron cometer algunas inexactitudes. Por ejemplo: ¿Por qué no le cedí a ella el rincón de la banqueta como lo hacen los galanes de prosapia? O ¿por qué le habré dicho "adiós, güerita", cuando en realidad ella era morena y de eso estuve consciente siempre?

*Del libro Sólo tengo el viento de un lápiz.
Ed. Viento al hombro. Coautoría.  2004.

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