Aquí donde me ven

Soy hijo único (creo que eso pensaba mi madre de mí a pesar de mis 5 hermanos); padre hasta el final de mis días (intentaré que los hijos no lo noten); abuelo poeta, diseñador de proyectos de largo aliento. Mentor sempiterno, constructor de aprendizajes, incluído el de mí mismo.

Y lo demás que soy, está entre líneas (en mis textos).



El botón negro*

O
primo el botón verde, y ya. Inicia la magia tecnológica. Se enciende una existencia alterna frente a mis ojos. Al principio los sonidos y las imágenes no son claros, pero pasado un momento se van haciendo vívidos, innegables. He aquí una promesa de incertidumbres y certezas. Manipulo una palanca y puedo controlar los planos. Es emocionante. Aspiro con profundidad y me lleno de un aroma que me transporta. Se instala un silencio como de sala de arte. Me concentro.

Primer plano. Está alguien de espaldas. Creo ser yo, por la agitación, que me resulta familiar. No puedo ver mi rostro ni el segundo plano; no estoy seguro si soy el hombre de cincuenta y tantos años que soy, o el niño lleno de miedo que tanto le aterraba atravesar calles oscuras. Hago un esfuerzo por despejar la duda, no yo el de espaldas, sino el que lo ve de atrás. Me muevo, cambio de posición y ahora veo qué hay más allá del hombre que digo ser yo.
Segundo plano. Un callejón oscuro, cubierto de maleza en partes, con una hilera de árboles enormes y un penetrante olor de fruta descompuesta. En medio, un sendero por el que sólo puede caminar una persona. Del otro lado de la oscuridad, un mendrugo de luz, proveniente de alguna vivienda aislada. Y a medio tramo, una casa a oscuras, donde dicen que vivía Anselmo, el que fue acuchillado en una riña de cantina.
Primer plano. Tengo miedo de dar un paso. Guardo silencio. Creo que si produzco un ruido, en cualquier momento algo me puede saltar de la nada. Empiezo a convencerme de que soy el niño medroso que no previó la caída de la noche para el regreso a casa. Un escalofrío me recorre la piel, sudorosa a pesar del fresco otoñal. Me muevo otra vez, me acerco a mi rostro, desencajado, blanco. Escucho mis latidos, el ruido de mis intestinos, mi respiración acentuada.
Una ráfaga helada me inmoviliza y me pone, casi en la cara, la imagen de Anselmo, tirado a media calle como el día en que lo acuchillaron; con la mano derecha en el abdomen en actitud de taponar el hueco por donde se le iba la vida. Yo estaba cerca, oí el intercambio de palabras (...no creas que porque eres comandante y andas ese cuchillo me vas a humillar...), pero no imaginé que uno de los adversarios caería en seguida con el estómago perforado, ni que éste sería el mismo dueño del arma.
Retrospectiva y detalle. El combustible de la muerte está en el centro de la escena. Es una botella de aguardiente con la etiqueta casi destruida por rasguños nerviosos.  El olor a caña destilada reaviva el rencor de alguien presente. El gusto punzante del alcohol le enreda la lengua y la razón. Como guardián que no duerme, ceñido a la cintura del hombre, está un cuchillo enorme, de manufactura casera y perversa, presto al llamado de la violencia.
Es Anselmo que está en el mostrador, dueño de todo el espacio. Ha tomado demasiado, y cada copa que entra en su cuerpo es material que con cualquier fricción se prende. Mauricio llega, saluda cortésmente a todos, en lo general, sin distinciones. Ése es su delito. No lo ve con buenos ojos Anselmo, que cree tener derecho a alguna deferencia por ser autoridad.
Detalle de audio.
-En este tiempo, parece que todos fuéramos iguales.
-En este tiempo parece que todos fuéramos iguales.
-En este tiempo, parece que todos fuéramos iguales.
Ninguna respuesta que dejara entrever a un aludido. Al contrario, conversaciones discretas, miradas sin intención y voz tímidamente susurrada. La única frase que enturbia el momento es está:
-Una botella, que mi dinero también vale.
Toma abierta. El tumulto llena cada rincón. Palabras, recordatorios, amenazas. No riñen sólo los que empezaron: la gresca se ha generalizado. Anselmo tiene el arma, Mauricio el orgullo. Y con tales razones se trenzan en una lucha de fuerza incontrolada, animal, hasta caer exhaustos a mitad de la calle. El cantinero intenta apaciguar los ánimos; piensa en una autoridad mayor, pero desiste cuando ve el cuchillo de Anselmo relucir al aire. Lo demás, ocurrió como el destino lo tenía previsto. Sólo un quejido apagado movilizó el silencio final, y un eco rencoroso se fue llevando el hálito de vida: ...y andas ese cuchillo me vas a humillar...cuchillo me vas a humillar...me vas a humillar.
Primero y segundo plano. No sé si me atreveré. Es tan incierto este callejón, que temo caer en él como en una burbuja de tiempo. Lo medito repetidas veces; extiendo la mirada para persuadirme de que no hay peligro, que no saldrá de la choza un Anselmo andrajoso con su quejido apagado, ni que las luces del otro lado son las del velorio. No sé, la verdad, qué hay después de la línea que no puedo traspasar. Ansío, como en los sueños, que alguien de al lado me sacuda y me diga que esto es sólo una pesadilla.

Mi mano derecha aún maneja los controles. Sin perder la concentración busco el botón negro para oprimirlo a fondo. Lo considero un acto de justicia oportuna. Cuando lo haga habrá terminado el angustiante momento. Ya está. Con efectos de aparición y fuga, la palabra fin se muestra y se diluye suavemente, como una condición para el inicio de una vida nueva, sin sobresaltos.

*Del libro Vuelos de papel. S. E. 2011.

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