Aquí donde me ven

Soy hijo único (creo que eso pensaba mi madre de mí a pesar de mis 5 hermanos); padre hasta el final de mis días (intentaré que los hijos no lo noten); abuelo poeta, diseñador de proyectos de largo aliento. Mentor sempiterno, constructor de aprendizajes, incluído el de mí mismo.

Y lo demás que soy, está entre líneas (en mis textos).



La caída de las hojas*

–Lindo día, dulce amor mío.
La frasecita le cayó como patada en la boca del estómago. ¿De dónde saca ésta tantas cursilerías? –pensó mientras se ajustaba las agujetas. ¡Tanto refinamiento; ni que estudiara en el Tec de Monterrey!
Hacía trece días que Paco andaba de mal humor. Luego de haber sido “liquidado” en la empresa armadora, se autorrecetó unas vacaciones a lo grande: comida fuera de casa, cine en salas VIP, desvelo hasta la madrugada, y sexo a discreción con Marisa, sin horarios ni sobresaltos. Con tanta friega en la chamba, lo menos que merecía era disfrutar del producto de su trabajo; como los grandes cuando hacen buenos negocios. Pero el caudal de su liquidación apenas le duró hasta el día en que ella le susurró muy de mañana: –Amor, ya no tenemos dinero y el refri está vacío. Fue cuando despertó a su realidad y pensó que era hora de encarar su suerte, y volver al calvario de buscar trabajo en esta ciudad sin futuro.
Y éste era el décimo tercer día sin ningún resultado. De ahí que, invertidas tantas horas de vida en nada, lo menos que quería oír eran frases melosas. Necesitaba algo más estimulante como “levántate marrano, a ver si vas a ganarte lo que te tragas”; para acometer la empresa con más furia. Pero Marisa era así: suave, positiva, llena de fe, no obstante la mala racha de Paco. Unidos apresuradamente por las locuras de él, llevaban once meses juntos viviendo una vida casi al día. Con trabajos ocasionales de dos o tres meses, nada era predecible ni programable. Y por millonésima vez, esa frasecita: “Lindo día, dulce amor mío”.

Salió a la calle. Llegó a la terminal del conejobús. La fila, como todos los lunes, de cien metros. El sol de febrero le produjo un escozor irritante, complemento de todas sus iras. Voy a ver qué agarro al otro lado, porque de éste, estamos jodidos –dijo para sí. Ya dentro del autobús hizo planes para su futuro y el de su pareja; y, por qué no, el de un probable retoño. Empezó su búsqueda por las cadenas comerciales de la zona poniente, y nada. Visitó expendios prestigiosos de tortas, pollo crujiente, hamburguesas en cajitas felices, y nada. Continuó por cines, antros, videoclubes, y tampoco. Entró de lleno a la ciudad, la recorrió palmo a palmo, y lo único que halló fue anuncios de “Se solicita muchacha duerma en casa” o “Se gratificará a la persona que dé razón de la perrita fulana de tal…”  Pinche gente rica.

 Así, hasta muy entrada la tarde.

Abatido, no por falta de coraje sino por lo apabullante de su situación, se sentó en la primera banca que encontró. Bajo una sombra reconfortante, sin más propósito que regresar con el fracaso a su casa, clavó la atención en un anuncio hecho a mano, fijado en la parada de la ruta dos: “Empresa importante solicita ayudante. Presentarse en Imprenta Jormar y Asociados, Cuarta Oriente Sur 620, Barrio San Roque”. Ver esto y proferir un “Uta má” bien sonoro fueron un solo acto. Vio la hora en el reloj de la catedral, tomó nota y se dirigió al lugar inmediatamente.

–Mañana es día 14, amigo. Tengo compromiso de entregar tres mil tarjetas. Mi ayudante está enfermo y necesito sacar el trabajo. Si se queda hoy, le ofrezco algo formal para después. Paco dudó, hizo un repaso mental de su futuro en esta “empresa”, maldijo su suerte y se rió con cierta ironía de la frase premonitoria de Marisa: “Lindo día, dulce amor mío”.
–Bueno, acepto. ¿Cuál es la tarea de hoy?
–Programar la máquina, poner el papel, revisar la edición; y, si todo está en orden, sentarse a esperar. Hacer paquetes de cien, y ya.
Eso hizo. La tecnología actual no necesita tanto conocimiento.
–Ahora, a esperar la caída de las hojas. ¡Ja, qué ocurrencia!

Se inició un compás sedante. Un murmullo cantarín fue menguando el estado neurótico de Paco. Pensó en Marisa, en la aparente incompatibilidad de caracteres y en su crónica aversión por los arrumacos. Momentáneamente se adentró en el concierto de estridencias del rotativo. Lejos del ambiente doméstico, se sintió a salvo. Hasta que, de golpe, descubrió que su suerte había de serle irónica hasta el final de los tiempos.

Sentado, resignado, con los ojos llorosos, fue recibiendo, hasta completar tres mil, inclementes patadas en el estómago, cada que caía una tarjeta con un corazoncito que decía:
Lindo día, dulce amor mío.
            Lindo día, dulce amor mío.
                        Lindo día, dulce amor mío.
                                   Lindo día, dulce amor mío.
                                              

Una prosa más. Inédito.

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