Aquí donde me ven

Soy hijo único (creo que eso pensaba mi madre de mí a pesar de mis 5 hermanos); padre hasta el final de mis días (intentaré que los hijos no lo noten); abuelo poeta, diseñador de proyectos de largo aliento. Mentor sempiterno, constructor de aprendizajes, incluído el de mí mismo.

Y lo demás que soy, está entre líneas (en mis textos).



20 de septiembre de 2011

Con el vuelo al hombro

Nunca dudé que volar fuera posible. Lo supe desde que subí a aquella colina, me até sendos trozos de papel a los hombros y me lancé sin temor. ¡Pude volar! Al principio sólo me dejé llevar, entusiasmado, por el viento, que en las alturas tiene otro colorido. Aspiré la vida, la sabrosura de la vida. Me maravillaron las montañas, los hombres, el amanecer, los árboles, vistos desde una perspectiva hasta entonces ignorada. Al cabo del tiempo, hice de mi vuelo un acto controlado. Volé como ave majestuosa, extendiendo las alas en una demostración de jactancia mordaz; pero desistí de hacerlo: me perseguía un incómodo instinto depredador. Ensayé vuelos con plumas de pájaros gráciles, torpes, metódicos y hasta vertiginosos; aprendí, incluso, a no temerle al crujido de las ramas. Pero al final volví a batir mis alas de papel, y concluí que cada quien es lo que es, y se eleva según sus propios medios.

Volar no es difícil; se logra de varias maneras. Por ejemplo: se cierran los ojos de madrugada, cuando el silencio es sutil y transparente; se ignora el murmullo nocturno, se respira profundo y se mira hacia adentro. En seguida uno se hace liviano, se eleva, lentamente, como en busca de su propia densidad. La fuerza vital que obra el milagro, convierte el cuerpo en material etéreo, que flota pero es fácilmente controlable. Entonces se agitan las alas (¿de dónde salieron?) una y otra y otra vez, y ya está. Tan maravilloso es que uno ve su propia ascensión.
Otra forma es buscar, de mañana, un acantilado, situarse cerca del borde (no es bueno cerrar los ojos), mirar fijamente hacia el frente y no pensar en nada. En algún momento, a la distancia, aparecemos flotando alborozados, jubilosos de la fresca sensación de libertad que hay en el vacío. Con el rostro de frente, la brisa se mete en los ojos, y por allí empieza a purificarse el cuerpo.
También se puede hacer de tarde, bajo un suave sol otoñal, tendido con la cara al cielo. Esta forma me gusta porque es muy relajante. Al contrario de las demás, en ésta uno no es el que sube. El cielo baja, busca el nivel del cuerpo, mete sus brazos por la espalda y nos estrecha como una madre a su pequeño hijo. En este vuelo no se necesitan alas, sólo ojos grandes para abarcar el infinito, y oídos finos para escuchar la música integrada en el viento. Es divertido tocar las nubes, arrancarles pedazos y ponerlos en la boca, como si fueran algodón de azúcar.
Hay otras formas, unas más, unas menos complicadas, pero todas posibles. Como la de subirse al techo de un tren, tirarse bocabajo con los brazos extendidos e impulsarse con los pies; fuerte y rápido para ganar movimiento. Pasado un instante, la inercia dispara el cuerpo hacia lo inesperado. De pronto, lo mismo se puede estar en el presente que aparecer sobrevolando una ciudad antigua con palacios exóticos y gente extraña. Es fascinante el encuentro con lo majestuoso y legendario. Pero aquí hay que ir con ojos vigilantes, para distinguir entre un paisaje real y un espejismo. No sería raro ver salir de alguna lámpara al genio de los deseos, o sucumbir bajo el embrujo de una odalisca.
Como sea, volar es ir al encuentro con lo que uno quiere ser. No creo que alguien no lo haya hecho. Cada uno, a su manera. Yo prefiero mis alas de papel, como en el sueño de cuando era niño.
 

1 comentario:

  1. mi padre el mejor el sabe que siempre me senti orgullosa de el y soy su fan numero uno aun desde el cielo.

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